sábado, 31 de julio de 2010

EL pescadero contra la escama: (8) Fernando Iwasaki tiene buen corazón.

Cuando Fernando Iwasaki se apareció con el deslumbrante color mostaza de su camisa por un pasillo lateral del supermercado a las 2 y media de la tarde del viernes, yo deambulaba por entre los congelados, como perdido, peleándome con el tiempo para que éste me mandara a mi casa lo antes posible. El escritor peruano venía acompañado de una mujer y de otro hombre. Los ví y los seguí con la mirada, sin reconocerlos todavía, hasta que de pronto escuché el sonido de un timbre conocido, la alarma secreta con la que la cajera me pedía que sospechara del inesperado cortejo y que estuviera pendiente de sus movimientos (yo aún no había advertido el porqué de este recelo). Miré mejor, era Iwasaki. Delante iba una mujer nada susceptible de merecer desconfianza y, detrás de ambos, un tipo desaliñado, con ropas sucias, despeinado, ojos absortos y gesto de lástima excesiva (fingida), con el andar descompasado perfectamente aprendido y el aparente olor callado de la desgracia adornando su perfecta representación. Los prejucicios generan injusticias pero, a menudo, no son más que el "tic" de la experiencia. Supe al instante quiénes eran los desgraciados y quién el listo. Se dirijían al estante donde estaban los pañales y recordé entonces una anécdota sucedida en el super hacía unos días, una tarde que yo descansaba, y que me habían contado mis compañeros al día siguiente. Al parecer, un tipo con un aspecto que ahora sí me resultaba familiar, estuvo un buen rato dentro del supermercado pidiendo a los clientes que por favor le compraran pañales para su hijo recién nacido, puesto que él se encontraba parado desde hacía dos años y no tenía dinero para comprarlos. Algunos clientes estuvieron a punto de sucumbir a la pena, otros decidieron no mirarse el corazón y otros le aconsejaron que fuera a ver a las monjas de no se qué congregación, que éstas daban pañales, comida de bebés y todo lo que necesitaba para no tener que verse en esa circunstancia. Pero al parecer, al señor no le valían estas soluciones y no cejó en su empeño de resultar cada vez más dramático y acudió a las lágrimas y a un sobreactuado discurso fatalista, gritos incluidos, para convencer a todo el que se encontraba de que se debía apiadar de él, de su hijo pequeño, de la tristeza, de la desgracia, de lo terrible del mundo. El desenfreno emocional continuó hasta que de pronto, entró en la tienda una clienta que dijo conocerlo desde hacía tiempo y que lo acusó de farsante, de drogadicto, de que los pañales (ya lo sabía bien ella) en su poder, se convertirían en dinero, más tarde en droga, después en alivio y a continuación otra vez en mono. Cuando la señora lo hubo expuesto de esta manera delante de todo el mundo, el tipo quiso defenderse un momento, pero pronto se dió cuenta de que era inútil y, como el actor que termina la escena y retorna a su personalidad cotidiana, recogió su llantina y su macuto, recompuso súbitamente su expresión y se largó del supermercado sin gesto de dignidad ni de vergüenza, sin éxito ni fracaso.
Cuando Iwasaki llegó a la caja, el padre impostor ya había conseguido lo más dificil. Había engañado a la incauta pareja convenciéndoles de que les comprara los pañales más caros del estante. Los acompañé a la caja desde el pasillo paralelo como una sombra despistada, alejado, como el mudo que quiere decir pero no puede. ¿Cómo podía yo señalar la mentira que no podía demostrar?, ¿quien era yo para acusar de estafador a un tipo que acababa de ver por pimera vez en mi vida? La cajera me miraba sin saber si tomar partido. El estafador se hallaba inquieto, esperando su turno que no era su turno, sino el del escritor piadoso y su mujer, que sostenía en las manos, sin demasiada convicción, unos pañales ajenos que serían pagados con su propio dinero. No me quise perder detalle de la escena y me los quedé mirando esperando que algo precipitase alguna suerte de seismo teatral, un llanto repentino, una acusación que delatase al traidor, un arrepentimiento inesperado del abusador emocional. Nada de eso pasó. Iwasaki sacó su tarjeta y miró a la cajera, "esto lo pago yo". Se podía intuir en la expresión del escritor un cierto aire de orgullo por su acción, quizás no presuntuoso, pero sí de estar conforme consigo mismo, deacuerdo con su iniciativa solidaria, "era lo que debía hacer". El mal actor, con los pañales ya pagados y en las manos, decidió que ya era suficiente. Como si le quemase en la piel el disfraz de padre arruinado, no dijo ni adiós y salió pitando por la puerta con el botín en su poder y el invisible disfraz tirado en el suelo. El desagradecido desenlace que protagonizó el tipo aquel desconcertó al escritor que no quiso entender lo que había pasado. "No sabía si decírtelo, la verdad, pero yo creo que ese tio te ha timado", le dijo mi compañera en ese momento. Fernando Iwasaki había sido timado. Preguntó porqué no lo habíamos avisado y yo le respondí que, en realidad, ni yo ni mi compañera podíamos asegurar que ese hombre mintiera y que yo no me creía con la suficiente fuerza moral de recomendarle que dejara de hacer algo que él creía que debía hacer sin estar seguro de que todo era una farsa. Lo comprendió y moviendo los hombros y las manos con la indignación más mundana de las indignaciones, con cierta resignación y sin aspavientos, Iwasaki, el prolífico articulista, escritor de novelas, ensayos políticos e históricos y profesor de universidad, se fue sin decir nada, sin poder elegir mejor palabra que un silencio que todos allí entendimos como la mejor de las descripciones. Un silencio que pronunciaba frases inconexas pero exactas, frases que ya estaban pronunciadas antes, que siempre lo estuvieron, como las que a veces se oyen en el viento: "mala suerte", "menuda vergüenza", "no puedes fiarte", "nadie tiene la culpa", "esto podría dar para un buen artículo"...

domingo, 18 de julio de 2010

El pescadero contra la escama: (7) El miedo.

"Señorita Marta, acuda a caja por favor". La megafonía del supermercado suena estridentemente, como una vieja quejosa, pero su volumen es atronador, "que es lo que interesa", frase que lleva adosada perfectamente a su inventario verbal nuestro querido supervisor general. Pero Marta nunca acude, no porque sea la única bendecida con el don (en este caso) de la sordera, sino porque no existe. Esta frase es un código secreto, una alarma sorda que nos pone sobre aviso, solo a los empleados, de que alguna persona sospechosa acaba de entrar en la tienda, siempre según el caprichoso o tendencioso o racista o absurdo o perspicaz criterio de la cajera de turno. Justo entonces, cada miembro del batallón perezoso de trabajadores del supermercado se dispone a abandonar su tarea para encomendarse a la labor de búsqueda, espionaje y, si fuera preciso, intercepción del supuesto malhechor. No es un batallón de valientes, así que lo de remolonear antes de ir a la caza del gitano, yonki o negro de rigor es algo habitual. Yo suelo acudir el primero. El carnicero tiene 60 años y da igual que le eche cojones, va a llegar tarde. La charcutera es de espíritu frágil y bondad pasmada y, además, no es charcutero. En definitiva, yo suelo ser el primero en enfrentarme con el patetismo criminal del mono de una pobre drogodependiente o con las expertas argucias de un par de gitanas en busca de algún botín de poca monta, cuando no me veo mirando de reojo a un hippy polvoriento y desaliñado que normalmente no va a robar absolutamente nada y que se va de la tienda indignado por la persecución a la que le sometemos y sin la litrona que esperaba comprar. "Bien hecho, señores", nos anima orgulloso después el encargado creyendo haber disuadido a un ladrón que se ha ido con las manos vacías. Tristísimo.

Aquel día, la diana de las sospechas era un joven negro, bajito, muy africano, vestido con camiseta de camuflaje, vaqueros y una gorra con el símbolo de algún equipo de baloncesto americano. Un tipo normal de no ser porque lo que la ropa no ocultaba era su piel negra. Por eso y porque no lo conocíamos. Tenemos un trato cotidiano, de tolerancia mutua y convivencia tranquila con los gorrillas de la zona: subsaharianos, drogadictos y alcohólicos en su mayoría. Nuestro barrio es un barrio bien, clase media bastante acomodada que linda prácticamente con un gueto de las afueras. Yo también mudaría de barrio para ganarme la vida. Pero este joven era nuevo y lo que procedía era catarlo. Le pregunté si buscaba algo y me dijo lo que quería, su acento era bueno, no acababa de recalar en España. Advertí que era un tipo duro, por sus maneras, por el desdén y la distancia de sus palabras. No sentía la necesidad, aunque fuera por supervivencia, de ser amable con la gente con la que pensaba convivir por algún tiempo en su nuevo barrio, mientras se dedicaba al inestable oficio de aparcacoches. Le supuse un pasado terrible. Me lo imaginé machete en mano aplicando una justicia atroz a los miembros de la tribu de al lado. Lo ví drogándose con los jóvenes de su pandilla antes de enfrentarse a la crueldad propia y a la de sus contrarios en la espesura de un bosque color verde sueño, pero real como la sangre. Lo presentí angustiado en la odisea de un viaje en cayuco, arrepentido de haber apostado por el destino de venir a España para ayudar a su familia, o para huir de la justicia de los hijos de los muertos de la tribu de al lado. Pero el negro solo buscaba una botella de agua helada. Se la dí y pretendí entonces realizar algún tipo de acercamiento, combatir la muralla cultural y acercarme a su exotismo para hacerlo próximo, compartible. Le pregunté de dónde era y me dijo que de Nigeria. Ni me miró a los ojos. Le hablé de fútbol, de algún jugador nigeriano que apenas rozó la primera división española y le pregunté si lo conocía. “De Nigeria no ha salido un solo futbolista que merezca la pena”, me dijo con una sonrisa que prometía no tener ningún interés en mi amistad. No tenía porqué hablar conmigo, ni siquiera pensaba ver el mundial. Al salir del supermercado, el encargado se acercó con los brazos en jarra, como quien tiene mucho que hacer pero se lo está pensando. “Este tío no me gusta nada”, dijo mirando a un horizonte imposible que terminaba en un cartel publicitario dentro de la tienda que mostraba una fresa antropomorfa y sonriente.
“Señorita Marta, acuda a caja por favor”. La cajera llamó esta vez de forma más apresurada, con prisas por terminar la frase. Habían pasado tres días desde la primera visita de la nueva amenaza del barrio y todos, como conectados al mismo presentimiento, pensamos en el pequeño y fornido negro abriéndose paso a machetazos por la puerta del supermercado como si de una selva tropical se tratase. Cuando llegamos a la puerta, la cajera y la panadera estaban más allá del umbral de la puerta mirando petrificadas algo que no alcanzábamos a ver. Al salir vimos al negro bajito encima de un tipo que no habíamos visto nunca, un tío muy alto con pinta de indigente, probablemente drogadicto, que le pedía por favor al negro que lo soltase. El negro no decía nada, solo lo tenía inexplicablemente atenazado con sus cortos pero fuertes brazos y nos miraba como preguntándonos qué hacer con el reducido gigantón, como si esperara que un gesto de nuestros pulgares decretara el destino fatal del pobre andrajoso. Ninguno de nosotros supo tomar la iniciativa hasta que, de pronto, el negro se levantó del pecho del verdadero ladrón, señaló a un lado de la carretera y allí vimos dos botellas de aceite de 6 litros de la gama más alta y cara. El negro se alejó de allí a paso lento, firme y desesperanzado, sabiendo que no habría medalla ni sincero agradecimiento, sabiendo que su gesto daba igual porque todo daba igual. Mientras un hombre digno y negro se iba a través de la calle, el encargado se apresuró, mirándolo de reojo, a recoger la mercancía rescatada.

miércoles, 21 de abril de 2010

El pescadero contra la escama: (5) Sentido del humor.

Destripo una lubina para un pareja de clientes universitarios que parecen colegiales. La chica, de pronto, me suelta: "qué asco". "¿Asco?", pregunto. La chica pone cara de bebedora de jarabe y acentúa su aspecto infantil. Me da por divertirme y le suelto: "Pues si vieras lo asqueroso de destripar seres humanos...". Los dos ponen cara de no creer lo que han oido y se miran perplejos. "Pues eso, empiezas con pescaditos y acabas viendole la gracia". Pero ellos no se ríen, no me siguen el rollo, cogen la bolsa como si les estuviera dejando con vida y se van blancos.